Todavía escribo sobre papel,
en un bloc de notas que llevo conmigo.
En sus hojas juego con palabras
y el juego deja a veces un poema
ante mis ojos asombrados.
El poema es juego, pero quien juega
es el propio juego.
Son las palabras quienes juegan
con quien escribe,
y en su juego nos empujan
hasta sus límites.
Y a veces sucede que las palabras
nos dejan fuera de su juego.
Quizás entonces nos demos cuenta:
el poema es juego,
y las palabras son útiles máscaras
que protegen nuestros silencios.
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Collage de Sammy Slabbinck |
Si olvidamos
decirle al agua que somos agua,
o decirle al viento que somos ráfaga
si olvidamos
decirle al cielo que somos nube,
o decirle a la nube que somos llama
cómo recordar
que estamos rodeados de misterio,
cómo barrer el polvo que nos tapa
Si olvidamos
decirle al pájaro que somos aire,
o decirle al aire que somos ala
si olvidamos
decirle al fruto que somos árbol,
o decirle al árbol que somos nada
-Yo sólo sé -oí en un sueño-
que los hombres hablan y hablan
y que hablando olvidan
el sentido de sus palabras
Si olvidamos
decirle al sueño que somos sol,
o decirle al sol que somos galaxias
[de 'El jardín roto', 1977]
[de 'El jardín roto', 1977]
Inventario de instantes,
Inventario de instantes (II),
Propoemas
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Una selva de palabras (II)
Dije que en aquella selva los árboles no tenían hojas sino plumas y que los únicos frutos que crecían en sus ramas eran palabras. Pero no conté algunas cosas. Por ejemplo que cada árbol de aquella selva iba menguando día a día las raíces que le fijaban al suelo y que, a la vez, a un mismo ritmo, iban aumentando la cantidad y el tamaño de las plumas de sus ramas. Llegaba así el día en que cada árbol quedaba transformado en pájaro.
Cuando la metamorfosis había concluido, ahuecaba y sacudía enérgicamente las recién estrenadas alas, hasta entonces ramas llenas de palabras, y el suelo se llenaba de sustantivos y verbos, preposiciones agrietadas y apetitosos adjetivos. Nuestro grupo de primates se apresuraba entonces a recoger aquella especial comida celebrando un ruidosa fiesta. Los grupos rivales miraban con envidia escondidos en la espesura. De nuevo las interrogaciones y las interjecciones, los puntos y las comas, se las dejábamos felices a los pájaros. Era el último regalo de cada árbol antes de realizar su vuelo hacia lo desconocido.
¿Hacia dónde iba? Nadie lo sabía. Se decía que, ya libres de palabras y de permanecer anclados al suelo, volaba a un mundo hecho de silencio, a una selva de gigantescos árboles luminosos, entre cuyas ramas vivía para siempre. Lo único cierto es que sólo una cosa dejaba cada árbol en su lugar sobre el suelo desocupado, una pequeña semilla de luz que brillaba en la noche medio enterrada. Crecía lentamente, poco a poco, mientras se iba apagando, hasta transformarse en un nuevo árbol en nuestra selva de palabras.
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Rene Magritte, 1964 |
En las calles, una batidora invisible
mezcla las miradas perdidas.
En el aire, agitadas como alas de palomas,
bocas sin sus cuerpos
murmuran que nada es verdad ni es mentira.
Mordemos el sol
y nos alumbramos con la escarcha
y la vida se quiebra
entre batalla y batalla.
A veces sólo somos capaces de ver
la cucaracha que todo lo come:
el tiempo, ese chicle
que nos pega los párpados.
Aquí acaba todo veneno, toda palabra
—dice una mirada perdida
mientras cierra de golpe su ventana.
Aquí cesa toda jaula de espejos.
He renunciado a todo
para llegar a mí mismo —dice,
y desde mí mismo quiero
llegar a todo.
Aquí acaba todo veneno, toda palabra:
no hay mentira sin miedo,
no hay sueño sin muerte;
el mundo
es el sueño de los muertos,
el amor
es el sueño de los vivos
—dice.
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Foto: Chema Madoz |
Errátil como pez o rayo,
errante como nube
o lluvia entre las manos;
pasaje donde llora la risa
y ríe el llanto,
donde lo pequeño y liviano
se espesa y se agiganta
hasta ser canto:
estanque estático,
tanque estético,
instante.
Sol que nace y ocaso,
llanto de parto
y silencio de nicho,
cacho de noche donde danza
el sol sus abrazos,
síntesis del día donde la luna
tiene un hueco,
fruto maduro y árbol seco,
eco congelado, acabado,
voz del silencio y roca ronca,
entrada y salida,
agua sin saliva.
Errátil como pez o rayo,
errante como nube
o lluvia entre las manos,
ranura entre dos claridades,
herencia de siglos
pasados y venideros,
encuentro, punto
comiéndose a sí mismo,
ojo mirándose y espejo reflejado,
hueco lleno y ventana sin casa:
estanque estático,
tanque estético,
instante.
Los días de ver el río
desde la seca orilla,
sentado en el umbral
del instante, pasaron.
Ahora es tiempo
de ser el río,
formar parte
del imparable cauce,
caer con las casadas
fundidos en la niebla,
girar con el tiempo
en fugaces remolinos
y parar de repente,
en el centro de la calma,
receptivos y vibrantes.
Ya no es ser la semilla,
sino la flor polinizada,
el fruto que crece
y genera otra semilla.
Ahora es ser el río.
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Fotomontaje: Patrick Desmet |
Y si no estás/ en Nueva York/
en Nueva York/no hay nadie.
Ernesto Cardenal
Aquel día
bajé a la calle,
busqué en los parques,
en las plazas,
en los bares;
visité todos los lugares
que juntos amamos,
y también aquellos
que un día nos amaron.
Pero tú
no estabas.
Aquel día en el mundo
no hubo nadie.
La cárceles que estamos construyendo
nunca estarán terminadas.
Como las nubes, así cambian
las paredes de sus celdas;
y los barrotes, construidos
con palabras prefabricadas,
son más duros que el acero forjado,
y brillan como el oro alumbrado
por el hacer de las estrellas.
La cárceles que estamos construyendo.
Con nuestras manos atadas,
y con nuestros labios pintados
con el color del dinero,
y con nuestros pasos marcados
con dígitos binarios en el suelo.
Nunca estarán terminada.
Cada tiempo, y así el nuestro,
se define por las cárceles que construye.
Y son las cárceles y no las alas
las que cuentan nuestra historia;
y son las normas que rigen en cada cárcel
las fronteras a las que finalmente
llamamos libertad.
viernes
Inventario de instantes,
Inventario de instantes (II)
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Encuentro con Miles Davis
Mis encuentros imaginarios con poetas no se han diferenciado mucho de mis encuentros con algunos músicos. Han sido encuentros con menos palabras, pero no con más silencios.
La música de Miles Davis me ha acompañado desde muy joven; sin un disco como ‘Tutu’ quizás algunas neuronas dentro de mí se habrían extinguido; eso creo porque la música, como la poesía y el arte, nos comunica actitudes ante la vida, formas de interpretar lo que nos rodea que en primer lugar llegan al cerebro conectando partes dormidas. Eso creo.
Y la actitud de Miles Davis siempre fue la de un eterno buscador, un agitador de sonidos buscando silencios para plantar en ellos deslumbrantes escultura sonoras, notas cargadas de sentimientos, graffitis hechos con sonido en los muros envejecidos del jazz, olas en los límites de la música con la orilla de cualquier arte.
Probablemente, en este encuentro imaginario con Miles Davis, al intentar yo abrir la boca para decir qué sé yo, me haría un gesto de silencio, llevando su indice a los labios; y acercaría luego su desgastada trompeta hasta apoyarla en el mismo lugar que poco antes puso el índice, para esta vez llenar el silencio de una luz relampagueante, una luz fuerte e intermitente, luz hecha de notas secas y otras húmedas, notas cortas y otras largas, fijas e intermitentes como la luz de las estrellas y brillantes y turbias como las colas de los cometas.
Así como el agua refleja cada luz
sin tener en cuenta el origen
de su energía;
como la pelota bota y rebota
sin preguntar la hora
a la mano
que la impulsa;
como la rueda gira y se detiene,
y se detiene y gira
sólo dando valor
al centro
que la sostiene,
así las burbujas de mi atención
se reflejan y botan y giran,
sin tener en cuenta el origen
ni la mano,
solamente el centro
del ojo del huracán,
la pupila inmóvil,
el vacío en el corazón
de la cerradura;
solamente la llave
que suena y gira,
que cierra y abre,
como el agua que refleja cada luz,
mi último destino.
Dos altas montañas: una con aristas cortantes e iluminadas, símbolo de la realidad; la segunda, siempre envuelta entre nieblas, símbolo de ideales y de sueños.Entre esas dos montañas un día encontré un Gran Lago. Sobre la superficie de sus aguas empecé a escribir palabras que reflejaran lo que estaba experimentando, pero sin sospechar lo que ahora atesoro: la gran profundidad de esas aguas, la ferocidad y la belleza de su naturaleza, los ocultos valores de sus fondos.
La primera palabra que escribí fue Libertad. Luego, sin apenas espera, Amor. Fue como golpear con mis puños en la puerta de la vida. Una pequeña ola borró el eco de esas palabras y una puerta se abrió misteriosa y chirriante. Poco después -el tiempo aquí poco importa-, una lluvia de sentimientos cayó sobre la superficie del Lago. Durante algunos años llovió como si la vida fuera sólo un diluvio de palabras y emociones, un golpearse contra muros hechos de miedos y desafios e inercias. (Y recuerdo que cada gota de lluvia contenía un misterio, una emoción con la forma de un signo de interrogación).
Cuando acabaron aquellas lluvias, pensamientos sin forma flotaban en la superficie de las aguas como astillas rotas, restos caóticos de un bosque destruido, formas desafiantes de un puzzle inacabable. Siguieron más tarde años de preguntas, interrogaciones sin fin cuyas respuestas eran nuevas preguntas que resquebrajaban el suelo de la razón con profundas grietas, continuos terremotos rotundos e impredecibles.
Después de algunos años, sobre una roca saliente del Lago, apareció antes mis ojos una figura que era yo mismo. Entonces no fui capaz de ver la importancia, pero ese desdoblamiento resultó ser un distanciamiento fundamental, cambió mi punto de vista y me llevó a ser el observador de mis sentimientos y pensamientos. Fue el inicio de la búsqueda de mi verdadera voluntad.
¿Qué era lo que yo quería? La pregunta resonó durante años en cada uno de mis actos, y parecía ,quizás pura ilusión, unir mis sentimientos con mis pensamientos y mi acción.
Ahí no acabó mi búsqueda. La voluntad -y su sombra la libertad- eran un reflejo más en las aguas sobre las que escribía. Cuando quise ir más allá, necesitaba una luz, un aglutinante que soldara los sentimientos con los pensamientos y la acción, pues frecuentemente se oscurecían y deshilachaban como nubes de tormenta, y sus rayos deterioraban mi energía. Lo encontré dentro de mí. Siempre había estado ahí. Ese aglutinante era la atención. Pero había que liberarla porque estaba -está- a menudo secuestrada. Desde entonces ese es mi trabajo, un trabajo sin fin, la escritura sobre el agua, y ser dueño y señor de mi propia atención.
Pero esa es ya otra historia. Y amanece. Y el amanecer siempre cambia cualquier narración.
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Foto: Laurent Laveder |
Hay soñadores que nunca despiertan
y sin embargo están muy vivos;
y hay dormidos que nunca sueñan,
que pasan por la vida como fantasmas
a los que faltara espíritu y materia.
A menudo se confunde a los soñadores
con los dormidos; pero hay diferencias:
para los soñadores su sueño es su vida;
para los dormidos, la vida es un sueño
que ocurre sin darse cuenta;
los soñadores miran horizontes lejanos
y sus ojos rebosan de ventanas abiertas;
los dormidos vagan entre puertas cerradas,
o andan sonámbulos por caminos de nieblas.
Unos y otros, soñadores y dormidos, flotan
sumergidos en el gran sueño de la existencia,
ese sueño que consiste en creerse despierto,
envueltos en una continua inconsciente presencia.
Los dormidos nunca salen de ese sueño;
pero hay soñadores que a base de soñar,
despiertan.
martes
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Inventario de instantes (II),
Propoemas
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Flor para la tumba de Breton
A mediados de los ochenta, cuando salía a dar un paseo nocturno sin rumbo por las calles de Vitoria-Gasteiz, algunas veces me encontraba con Mariano.
En esos encuentros acabábamos inevitablemente hablando de poesía -también de gatos- mientras le acompañaba un rato en su trabajo de recogida de cartones, que luego vendía al peso. También compartíamos entonces los poemas que teníamos entre manos, poemas que, literalmente, llevábamos encima, porque los estábamos escribiendo en ese momento y eran parte de nosotros.
La primera escritura de este poema la compartí con Mariano en esas circunstancias y le gustó especialmente, tanto que años después todavía a veces me lo recordaba.
Hoy recuerdo esos momentos con afecto. Y con un poco de nostalgia.
A Mariano Íñigo, in memóriam.
Con los pies llenos de alas y cafés con leche,
hago una flor con las cenizas de todas las palabras:
campanas que son armas terribles tu inquieta boca,
cuando el pelo deja de ser nido para ser pájaro,
o cuchillo que partiera el tiempo en dos mitades,
o piedra o puño que de ojo a ojo rompiera la mentira
hilvanando esta suma de instantes no seguidos.
Con los ojos llenos de lenguas y alcohol barato
compongo esta estatua hecha del perfil de un grito,
eco que nombra la muerte como el acto más surreal,
eco que ayuda al parto de ciudades embarazadas de hilos.
Cuando las horas se abren dejando paso al silencio,
qué dar que no sea un insondable abismo:
la máxima desnudez siempre será el mayor vértigo:
llegar al ser desnudo y primero que siempre fuimos.
jueves
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Inventario de instantes (II)
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Toco tu boca: el texto como música
Ya he jugado otras veces a reencontrarme con textos que tienen una significación especial para mí. Mi frágil memoria quizás no recuerde las palabras de esos textos que algo tocaron dentro, pero nunca olvido las sensaciones que despertaron, las imágenes que me ayudaron a construir, los pensamientos y sentimientos que crearon una resonancia difícil de ignorar en mis propios sentimientos y pensamientos .
Con ciertas lecturas ocurre como tan frecuentemente sucede con la música -son también ritmo, música-, que quedan asociadas a un tiempo, a un espacio, a circunstancias muy concretas. Más tarde pueden -como la famosa magdalena de Proust- ser un detonante de insospechados recuerdos; y cuando despiertan cambian, se adaptan a nuevas situaciones, se transforman en paisajes de palabras, espacio internos, realidades paralelas que acaban fundidas con los propios sueños.
Así, el capítulo 7 de Rayuela, de Julio Cortázar:
'Toco tu boca,
con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi
mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los
ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo,
la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas,
con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y
que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que
sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras,
de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos
miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí,
se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se
encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la
lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene
con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu
pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como
si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de
fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un
breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es
bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento
temblar contra mí como una luna en el agua.'
LÍNEAS QUE AYUDAN AL SER
A AFIRMAR SU PRESENCIA
Este texto está dedicado a todas las personas
que han pasado -desde el año 2000-
por los Talleres de Expresión Artística gestionados
por la Asociación AutismoAraba.
Una línea rompe la hoja, la agujerea de rabia;
otra va más allá de los límites, los rebasa
como buscando un mundo. Otra, al contrario,
huye del mundo arremolinándose, penetrante.
Una línea se detiene de pronto, como si su vida
se hubiera acabado en el borde de un abismo;
como si hubiera agotado ya todo su relato,
una línea se convierte en puntos suspensivos.
Otra se confunde y salta, se borra, insegura
de ser una línea, apenas toca la piel del soporte,
se desliza insinuando nubes o nieblas, cosas
que apenas son trazos, formas, apenas son.
Hay líneas que nacen como un volcán, puro
estallido de adentro que abarca el espacio;
y hay líneas maníacas del continente, jarrón,
forma, líneas simuladoras de objetos, y otras
líneas viajeras que no hacen tanto objetos
como trayectos, recorridos que no cesan,
que no buscan, líneas sin intención, líneas
que no buscan, líneas sin intención, líneas
que ayudan al ser a afirmar su presencia.
Una línea se ha convertido en un horizonte;otra ha girado y girado hasta simular un sol.
Otra ha construido una puerta y la ha abierto:
por ella han salido murmurando todas las líneas;
¿hacia dónde?¿qué murmuran?
lunes
Inventario de instantes,
Inventario de instantes (II)
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Ese árbol que es todos los árboles
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Imagen: Chema Madoz |
Si a una isla que a la vez que desierta fuera un desierto pudiera llevarme sólo una imagen, sin duda elegiría la imagen de un árbol. Si con esa imagen yo consiguiera que un árbol creciera, primero en mi interior, luego en cualquier lugar de la isla, ya dejaría de ser un desierto y pronto también de estar desierta; porque un árbol, tanto en la naturaleza como en imagen interna, es sinónimo de vida.
Los árboles me han fascinado desde que era un niño. Entonces vivía -allí nací- en un valle cercano al Valle del Jerte, el Valle del Tiétar, en Valverde de la Vera, y la naturaleza -y por tanto las sensaciones y la experiencia- se imponía por encima de cualquier pensamiento. Desde entonces siempre tengo un árbol dentro. Ese árbol, que es todos los árboles, es un tesoro incalculable.
Creo que todos tenemos un árbol dentro; cuando ese árbol se borra y en su lugar aparece una línea recta de un sólo sentido y de una única dirección, una línea perfecta y muerta como solo la mente humana es capaz de hacer líneas muertas y perfectas, entonces en la isla sólo nos queda un gran agujero sin fondo, un agujero en el que sólo caben vértigo y nada. Una nada que es desconexión en primer lugar con nosotros mismos, y luego con el mundo que nos rodea. Entonces, cualquier barbaridad es posible.
Ahora pienso que mi isla es ya en realidad un gran árbol y no está rodeada de mar, sino de alas y de aire.
Suponer que para cada cosa tenemos una palabra
sería suponer que tenemos conocimiento de todo.
¿Cuántas palabras no han nacido todavía?
¿Cuánto nos queda por conocer de nosotros
y del mundo que nos rodea?
Como el universo mismo, lo desconocido
tiende a ser infinito para nosotros.
Cada palabra siembra un bosque de palabras.
Un hecho nos pasa entonces desapercibido:
cada palabra nace con un silencio
que como una sombra la acompaña;
tan importante es lo que señala y dice
como lo que cada palabra oculta y calla.
No recordamos cuándo entramos, ni qué aliento nos empujó a sus intrincados pasillos. Tampoco somos capaces de orientarnos entre tantos bruscos giros y pasos que se reencuentran con nuestras propias huellas congeladas en un espejo infinito.
A un lado y a otro, altas paredes verticales tapan la esperanza de cualquier horizonte y limitan en lo alto con la vista de un cielo cambiante y lejano, a ratos raramente hermoso.
En ese cielo, un pájaro de grandes alas otea con paciencia nuestras idas y venidas; observa con detalle las mareas y el oleaje, la opacidad o la transparencia de nuestro diálogo interno.
Ese pajaro espera nuestro desfallecimiento. Espera nuestra entrega a la ausencia total de esperanzas. Da vueltas y vueltas sin perdernos de vista, sin apenas mover sus alas, sin tregua y seguro.
Pero ese pájaro no será la muerte. Perdida la última esperanza de encontrar la salida del laberinto, nos detendremos y caeremos sobre nosotros mismos, rodeados de nuestras propias huellas, abrazados a nuestras propias sombras.
Entonces el pájaro vendrá decidido a llevarnos; y por fin sabremos -¿quizás demasiado tarde?- que ese pájaro que siempre nos pareció una amenaza, era la única salida.
sábado
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Inventario de instantes (II)
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Volver a la escritura como experiencia
Yo no tengo mucho de valor, es verdad; pero algo que valoro y que guardo como un ancla de oro que me fija al mundo, es mi vivencia con las palabras. No hablo de escribir bien o mal, ni de publicar y/o hacer libros, ni de ser o no conocido, ni mucho menos de vender o no vender: eso siempre han sido cosas que pasan, cosas que suceden a quiénes les sucedan… Y está bien. Para mí siempre ha sido algo impensable vivir de la escritura. Y menos en estos tiempos.
Pero mi hacer con las palabras, aunque no me ha permitido ganar dinero, me ha enriquecido, y mucho, y sigue siendo una experiencia apasionante que aun hoy, en estos tiempo de general desencanto, me aporta una energía interna que me recuerda siempre al niño que fui y que me lleva de aquí para allá buscando y buscando…
También creo que sí, que se ha de escribir con un destino. Pero ese destino -descartada la posibilidad de ganar dinero- lo cumple, lo ha cumplido para mí siempre, ‘esa pequeña humanidad’ que nos rodea en el día a día, esas personas de gran humanidad con las que sí hemos podido compartir lo que hemos escrito. A veces es suficiente. Al menos lo ha sido para mí.
Pero para eso quizás haya que regresar, en otra vuelta del destino, a la escritura como -vital- experiencia.
Lo demás, son cosas que pasan.
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