viernes

Una selva de palabras (II)






Dije que en aquella selva los árboles no tenían hojas sino plumas y que los únicos frutos que crecían en sus ramas eran palabras. Pero no conté algunas cosas. Por ejemplo que cada árbol de aquella selva iba menguando día a día las raíces que le fijaban al suelo y que, a la vez, a un mismo ritmo, iban aumentando la cantidad y el tamaño de las plumas de sus ramas. Llegaba así el día en que cada árbol quedaba transformado en pájaro. 
Cuando la metamorfosis había concluido, ahuecaba y sacudía enérgicamente las recién estrenadas alas, hasta entonces ramas llenas de palabras, y el suelo se llenaba de sustantivos y verbos, preposiciones agrietadas y apetitosos adjetivos. Nuestro grupo de primates se apresuraba entonces a recoger aquella especial comida celebrando un ruidosa fiesta. Los grupos rivales miraban con envidia escondidos en la espesura. De nuevo las interrogaciones y las interjecciones, los puntos y las comas, se las dejábamos felices a los pájaros. Era el último regalo de cada árbol antes de realizar su vuelo hacia lo desconocido.
¿Hacia dónde iba? Nadie lo sabía. Se decía que, ya libres de palabras y de permanecer anclados al suelo, volaba a un mundo hecho de silencio, a una selva de gigantescos árboles luminosos, entre cuyas ramas vivía para siempre. Lo único cierto es que sólo una cosa dejaba cada árbol en su lugar sobre el suelo desocupado, una pequeña semilla de luz que brillaba en la noche medio enterrada. Crecía lentamente, poco a poco, mientras se iba apagando, hasta transformarse en un nuevo árbol en nuestra selva de palabras.


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