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Ese árbol que es todos los árboles


Imagen: Chema Madoz

Si a una isla que a la vez que desierta fuera un desierto pudiera llevarme sólo una imagen, sin duda elegiría la imagen de un árbol. Si con esa imagen yo consiguiera que un árbol creciera, primero en mi interior, luego en cualquier lugar de la isla, ya dejaría de ser un desierto y pronto también de estar desierta; porque un árbol, tanto en la naturaleza como en imagen interna, es sinónimo de vida.
Los árboles me han fascinado desde que era un niño. Entonces vivía -allí nací- en un valle cercano al Valle del Jerte, el Valle del Tiétar, en Valverde de la Vera, y la naturaleza -y por tanto las sensaciones y la experiencia- se imponía por encima de cualquier pensamiento. Desde entonces siempre tengo un árbol dentro. Ese árbol, que es todos los árboles, es un tesoro incalculable.
Creo que todos tenemos un árbol dentro; cuando ese árbol se borra y en su lugar aparece una línea recta de un sólo sentido y de una única dirección, una línea perfecta y muerta como solo la mente humana es capaz de hacer líneas muertas y perfectas, entonces en la isla sólo nos queda un gran agujero sin fondo, un agujero en el que sólo caben vértigo y nada. Una nada que es desconexión en primer lugar con nosotros mismos, y luego con el mundo que nos rodea. Entonces, cualquier barbaridad es posible.
Ahora pienso que mi isla es ya en realidad un gran árbol y no está rodeada de mar, sino de alas y de aire.
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Cada palabra siembra un bosque de palabras

Sgaramella


Suponer que para cada cosa tenemos una palabra
sería suponer que tenemos conocimiento de todo.
¿Cuántas palabras no han nacido todavía?
¿Cuánto nos queda por conocer de nosotros
y del mundo que nos rodea?
Como el universo mismo, lo desconocido
tiende a ser infinito para nosotros.
Cada palabra siembra un bosque de palabras.
Un hecho nos pasa entonces desapercibido:
cada palabra nace con un silencio
que como una sombra la acompaña;
tan importante es lo que señala y dice
como lo que cada palabra oculta y calla.

 
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Laberinto



 

No recordamos cuándo entramos, ni qué aliento nos empujó a sus intrincados pasillos. Tampoco somos capaces de orientarnos entre tantos bruscos giros y pasos que se reencuentran con nuestras propias huellas congeladas en un espejo infinito.
A un lado y a otro, altas paredes verticales tapan la esperanza de cualquier horizonte y limitan en lo alto con la vista de un cielo cambiante y lejano, a ratos raramente hermoso.
En ese cielo, un pájaro de grandes alas otea con paciencia nuestras idas y venidas; observa con detalle las mareas y el oleaje, la opacidad o la transparencia de nuestro diálogo interno.
Ese pajaro espera nuestro desfallecimiento. Espera nuestra entrega a la ausencia total de esperanzas. Da vueltas y vueltas sin perdernos de vista, sin apenas mover sus alas, sin tregua y seguro.
Pero ese pájaro no será la muerte. Perdida la última esperanza de encontrar la salida del laberinto, nos detendremos y caeremos sobre nosotros mismos, rodeados de nuestras propias huellas, abrazados a nuestras propias sombras.
Entonces el pájaro vendrá decidido a llevarnos; y por fin sabremos -¿quizás demasiado tarde?- que ese pájaro que siempre nos pareció una amenaza, era la única salida.
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Volver a la escritura como experiencia





Yo no tengo mucho de valor, es verdad; pero algo que valoro y que guardo como un ancla de oro que me fija al mundo, es mi vivencia con las palabras. No hablo de escribir bien o mal, ni de publicar y/o hacer libros, ni de ser o no conocido, ni mucho menos de vender o no vender: eso siempre han sido cosas que pasan, cosas que suceden a quiénes les sucedan… Y está bien. Para mí siempre ha sido algo impensable vivir de la escritura. Y menos en estos tiempos.
Pero mi hacer con las palabras, aunque no me ha permitido ganar dinero, me ha enriquecido, y mucho, y sigue siendo una experiencia apasionante que aun hoy, en estos tiempo de general desencanto, me aporta una energía interna que me recuerda siempre al niño que fui y que me lleva de aquí para allá buscando y buscando…
También creo que sí, que se ha de escribir con un destino. Pero ese destino -descartada la posibilidad de ganar dinero- lo cumple, lo ha cumplido para mí siempre, ‘esa pequeña humanidad’ que nos rodea en el día a día, esas personas de gran humanidad con las que sí hemos podido compartir lo que hemos escrito. A veces es suficiente. Al menos lo ha sido para mí.
Pero para eso quizás haya que regresar, en otra vuelta del destino, a la escritura como -vital- experiencia.
Lo demás, son cosas que pasan.
 
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