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Una selva de palabras (II)






Dije que en aquella selva los árboles no tenían hojas sino plumas y que los únicos frutos que crecían en sus ramas eran palabras. Pero no conté algunas cosas. Por ejemplo que cada árbol de aquella selva iba menguando día a día las raíces que le fijaban al suelo y que, a la vez, a un mismo ritmo, iban aumentando la cantidad y el tamaño de las plumas de sus ramas. Llegaba así el día en que cada árbol quedaba transformado en pájaro. 
Cuando la metamorfosis había concluido, ahuecaba y sacudía enérgicamente las recién estrenadas alas, hasta entonces ramas llenas de palabras, y el suelo se llenaba de sustantivos y verbos, preposiciones agrietadas y apetitosos adjetivos. Nuestro grupo de primates se apresuraba entonces a recoger aquella especial comida celebrando un ruidosa fiesta. Los grupos rivales miraban con envidia escondidos en la espesura. De nuevo las interrogaciones y las interjecciones, los puntos y las comas, se las dejábamos felices a los pájaros. Era el último regalo de cada árbol antes de realizar su vuelo hacia lo desconocido.
¿Hacia dónde iba? Nadie lo sabía. Se decía que, ya libres de palabras y de permanecer anclados al suelo, volaba a un mundo hecho de silencio, a una selva de gigantescos árboles luminosos, entre cuyas ramas vivía para siempre. Lo único cierto es que sólo una cosa dejaba cada árbol en su lugar sobre el suelo desocupado, una pequeña semilla de luz que brillaba en la noche medio enterrada. Crecía lentamente, poco a poco, mientras se iba apagando, hasta transformarse en un nuevo árbol en nuestra selva de palabras.


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Las miradas perdidas

Rene Magritte, 1964

En las calles, una batidora invisible
mezcla las miradas perdidas.
En el aire, agitadas como alas de palomas, 
bocas sin sus cuerpos
murmuran que nada es verdad ni es mentira.
Mordemos el sol
y nos alumbramos con la escarcha
y la vida se quiebra
entre batalla y batalla.
A veces sólo somos capaces de ver
la cucaracha que todo lo come: 
el tiempo, ese chicle
que nos pega los párpados.
Aquí acaba todo veneno, toda palabra 
—dice una mirada perdida
mientras cierra de golpe su ventana.
Aquí cesa toda jaula de espejos.
He renunciado a todo 
para llegar a mí mismo —dice,
y desde mí mismo quiero
llegar a todo.
Aquí acaba todo veneno, toda palabra:
no hay mentira sin miedo,  
no hay sueño sin muerte; 
el mundo 
es el sueño de los muertos,
el amor 
es el sueño de los vivos
 —dice.
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Instante

Foto: Chema Madoz


Errátil como pez o rayo,
errante como nube
o lluvia entre las manos;
pasaje donde llora la risa
y ríe el llanto,
donde lo pequeño y liviano
se espesa y se agiganta
hasta ser canto:
estanque estático,
tanque estético,
instante.
Sol que nace y ocaso,
llanto de parto
y silencio de nicho,
cacho de noche donde danza
el sol sus abrazos,
síntesis del día donde la luna
tiene un hueco,
fruto maduro y árbol seco,
eco congelado, acabado,
voz del silencio y roca ronca,
entrada y salida,
agua sin saliva.  
Errátil como pez o rayo,
errante como nube
o lluvia entre las manos,
ranura entre dos claridades,
herencia de siglos
pasados y venideros,  
encuentro, punto
comiéndose a sí mismo,
ojo mirándose y espejo reflejado,
hueco lleno y ventana sin casa:
estanque estático,
tanque estético,
instante.
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Ser el río



Los días de ver el río
desde la seca orilla,
sentado en el umbral
del instante, pasaron.

Ahora es tiempo
de ser el río,
formar parte
del imparable cauce,

caer con las casadas
fundidos en la niebla,
girar con el tiempo
en fugaces remolinos

y parar de repente,
en el centro de la calma,
en las aguas quietas,
receptivos y vibrantes.


Ya no es ser la semilla,
sino la flor polinizada,
el fruto que crece
y genera otra semilla.

Ahora es ser el río.


 
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