martes

Flor para la tumba de Breton


 
Foto: Mister Blick

A mediados de los ochenta, cuando salía a dar un paseo nocturno sin rumbo por las calles de Vitoria-Gasteiz, algunas veces me encontraba con Mariano. 
En esos encuentros acabábamos inevitablemente hablando de poesía -también de gatos- mientras le acompañaba un rato en su trabajo de recogida de cartones, que luego vendía al peso. 
También compartíamos entonces los poemas que teníamos entre manos, poemas que, literalmente, llevábamos encima, porque los estábamos escribiendo en ese momento y eran parte de nosotros.
La primera escritura de este poema la compartí con Mariano en esas circunstancias y le gustó especialmente, tanto que años después todavía a veces me lo recordaba.
Hoy recuerdo esos momentos con afecto. Y  con un poco de nostalgia.



                                                             A Mariano Íñigo, in memóriam.

 

Con los pies llenos de alas y cafés con leche,

hago una flor con las cenizas de todas las palabras:

campanas que son armas terribles tu inquieta boca,

cuando el pelo deja de ser nido para ser pájaro,

o cuchillo que partiera el tiempo en dos mitades,

o piedra o puño que de ojo a ojo rompiera la mentira

hilvanando esta suma de instantes no seguidos.

Con los ojos llenos de lenguas y alcohol barato

compongo esta estatua hecha del perfil de un grito,

eco que nombra la muerte como el acto más surreal,

eco que ayuda al parto de ciudades embarazadas de hilos.

Cuando las horas se abren dejando paso al silencio,

qué dar que no sea un insondable abismo:

la máxima desnudez siempre será el mayor vértigo:

llegar al ser desnudo y primero que siempre fuimos.

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