Imagen: Jonathan Wolstenholme. |
Habría que limpiar las palabras.
Cada cierto tiempo. Limpiarlas
como se limpian las lentes de las gafas;
cepillarlas como se cepillan los zapatos
después de un paseo nocturno por el bosque;
lavarlas, como se lava la cara de cada día.
Tirarlas -si es preciso tirarlas-
como se tiran los restos del plato de la comida;
enjuagarlas como se enjuaga la boca
después de haber mordido, masticado,
tragado cada contenido.
Porque sucede que uno mira a su través
y ve la realidad -sea lo que sea-
deformada y arañada,
porque ocurre que uno las oye, las ve,
como medusas transparentes
flotando en el mar de los pensamientos,
escritas en páginas de firmas bien pagadas,
y siente, como en el poema,
heridas de muerte las palabras.
No digo cuales, digo palabras -se sabe- desgastadas
como caramelos infinitamente chupados:
oxidadas latas de conservas;
palabras con sus esqueletos picoteados
por los buitres de la Historia,
palabras petrificadas en una playa seca:
tirarlas, tirarlas en la papelera más cercana:
esas palabras, con sus conservantes,
sus espesantes y aromatizantes,
con sus colorantes autorizados.
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