jueves

La costumbre de leer y escribir

Collage: Rocío Montoya
 
Tenía una interrogación en cada oreja y dos puntos, en negritas, en su mirada. Los dos puntos se convirtieron enseguida en dos puertas abiertas y en dos abrazos a la torpeza de mis palabras. 
Llevaba dos interjecciones, una en cada ceja, y palabras medio disueltas en la lengua, cuya única arqueología posible era el beso, para escuchar su silencio o para ver de qué clase de escritura se trataba. 

Tenía puntos suspensivos en los párpados, sólo visibles cuando los cerraba, y más puntos suspensivos que se prolongaban por su rostro como si de la indicación de un camino se tratara. 
Llevaba comas en los labios y paréntesis en las manos, tan llenas de ternura y algo de tristeza, y líneas gruesas en la frente, y otras más finas en la cara, que marcaban una sonrisa cómplice y sincera.

Y fue una suerte que yo hubiera estado escribiendo muchas horas ese día, porque si no cómo hubiera podido darme cuenta de dónde estaban las interrogaciones, cómo ver si no los dos puntos que me invitaban a enumeraciones interminables e hinchadas descripciones. Cómo hubiera podido leer el lenguaje bondadoso de las interjecciones y acercarme sin miedo a leer o disolver del todo las palabras medio disueltas en la lengua.

Por una vez fue una suerte que yo tuviera este hábito tan marginal de lectura y escritura, una suerte porque si no cómo hubiera visto las indicaciones del camino, cómo las comas en los labios y los paréntesis de las manos; cómo hubiera podido leer los gestos que escribían en el aire y el cuerpo tan lleno de palabras medio borradas nunca dichas.

Tenía una tecla de retorno a mis ojos en cada mano y un botón de ‘on’ que al fin descubrí,  invisible, muy oculto, quizás un poco desgastado, en el corazón.

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