(Dedicado a todas esas personas que conocimos,
y aquellas muchas otras a las que no llegamos a conocer,
que murieron en los ’80’ a causa de la heroína).
Bajar hasta el vientre de la ciudad,
encontrar el fuego inequívoco de las calles,
los estrechos y oscuros portales del tiempo
cuidadosamente obturados de basuras que arden,
los perros de la mente mordiendo el instante,
topos construyendo túneles en las venas,
trampas puestas en el asfalto de nuestra sangre.
Ya no somos ángeles de la desolación,
no somos vagabundos de dharma,
acaso sólo príncipes del Gran Velo,
ojos de diamante que perforan humo
con ecos de palabras encontradas al azar
en los resquebrajados labios del vértigo.
Acaso sólo somos príncipes de las nubes,
esqueletos de sol tragados por la arena,
huesos caídos en la cueva del Gran Dragón,
picoteados por los buitres de la Historia;
acaso somos sombras vagando sin rumbo
en una galaxia plagada de agujeros y soles;
acaso sólo somos príncipes de los sueños,
burbujas en el vacío helado de la razón.
Acaso somos un inacabado corazón de fuego;
más allá del círculo rizado del tiempo,
somos hojas sueltas en un vendaval invisible,
pájaros volando sobre un jardín de oro.
Acaso somos luz arrancada del silencio,
más allá de los cuchillos mostrados por el vértigo,
somos esqueletos de sol cabalgando
en el lomo de un instante,
gotas luminosas de lluvia caídas
en un desierto de sombras.
[1989]